Sin duda alguna, la verdadera escuela de Jesús fue el hogar; y sus padres, José y María, sus principales maestros.
La navidad es esencialmente una fiesta familiar. Por ello, aunque la penosa situación económica, con la hipeinflación otra vez desatada lo que hace que pensiones y salarios pierdan casi todo su valor, va a impedir a muchos disfrutar de los acostumbrados platos y regalos, todos deberíamos esforzarnos por cultivar con esmero el cariño y la ternura, para convertir nuestro hogar en una escuela y comunidad de amor, refugio y seguridad como lo fue la familia de Nazaret.
Jesús aprendió de José un oficio y, como todos los niños, antes aprendió en el hogar a caminar, a hablar, a rezar, y las costumbres, historias y cultura de su pueblo. Podemos suponer que ayudaba a su madre María en las tareas del hogar, a moler el trigo, a amasar la harina, a traer agua del pozo del pueblo. Y como todo niño normal que “iba creciendo en sabiduría, en edad y gracia”, jugó con los otros niños, se cayó e hirió numerosas veces, lloró y rió, se disgustó y se puso bravo en ocasiones, se enfermó y aprendió a leer, escribir y a conocer la Ley, en la escuela de Nazaret.
Pero sin duda alguna, la verdadera escuela de Jesús fue el hogar; y sus padres, José y María, sus principales maestros. Lo mejor que le pasó a Jesús en toda su vida fueron José y María. De ellos no sólo aprendió un oficio y los aspectos religiosos y culturales del pueblo judío de su época, sino que experimentó tal confianza, seguridad, y cariño, que de ellos aprendió a sentir y llamar a Dios como Abbá: Papito-Mamita querido(s).
Los escasos relatos en los evangelios de la infancia de Jesús, son más que suficientes para ver en José y María unos modelos de padres, entregados por completo a la voluntad de Dios y al servicio de su hijo y de los demás. José es presentado como un hombre bueno, siempre preocupado por proteger y salvar a la familia. Podemos imaginar la firmeza y el valor de José, un artesano pobre, cuando tienen que huir precipitadamente a Egipto al enterarse de que Herodes andaba buscando al niño para matarlo. Serían largos días de hambre, de dormir a la intemperie, de sortear cientos de amenazas y peligros y, luego, de todos los inconvenientes que supone establecerse en un país desconocido, como lo han vivido y siguen viviendo millones de conciudadanos y hermanos venezolanos que han emigrado del país. Podemos imaginar a José siempre diligente, preocupado para que no les faltara nada al niño ni a su madre, como ya antes lo había sido en el viaje a Belén donde no consiguieron albergue y tuvo que acomodar un corral para que María diera a luz a su hijo.
En María encontramos un modelo perfecto de entrega a Dios, que es también servicio a la familia y a los demás. Su sí confiado y total en la Anunciación: “He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu Palabra”, hicieron posible la encarnación. De inmediato, al enterarse de que su prima Isabel también estaba embarazada partió en su ayuda. Sabía bien que sería un embarazo muy difícil, pues Isabel era una mujer de muy avanzada edad y, sin pensarlo dos veces, marchó presurosa a ayudarla. Nunca nadie ha estado tan cercano a Jesús como María, su madre: lo acunó en sus brazos, calmó sus rabietas y llanto, lo alimentó con la leche de sus pechos, lo besó miles de veces, lo limpió, pasó noches en vela junto a su cama cuando estaba enfermo, lo enseñó a hablar, comer y caminar… Fue guiando su crecimiento, lo acompañó en su misión y en sus proyectos y bebió la copa del sufrimiento cuando asistió a su muerte en la cruz, en medio de las risas y burlas de muchos.