Educar es despertar personas, ayudarles a desarrollar todas sus potencialidades. Se trata de propiciar la creatividad y autonomía de cada estudiante para que sea capaz de moldearse a sí mismo y hacer de su vida una verdadera obra de arte.
No hay duda alguna que cuando el papa Francisco insiste tanto en la necesidad de garantizar educación a todos y todas y por ello nos invita a sumarnos al Pacto Educativo Global, está entendiendo la educación en su esencia humanizadora, como un medio fundamental para reorientar la marcha del mundo y construir una nueva humanidad.
El término educar tiene una doble raíz latina: Educere, que significa sacar de adentro, extraer toda la riqueza que hay en la persona; o Educare, que significa nutrir, alimentar, guiar, ofrecer posibilidades para crecer y alcanzar la plenitud.
Educar es despertar personas, ayudarles a desarrollar todas sus potencialidades. Se trata de propiciar la creatividad y autonomía de cada estudiante para que sea capaz de moldearse a sí mismo y hacer de su vida una verdadera obra de arte.
Cada persona tiene que ser autor y actor de su propia vida. No mero actor de un guión que otros escriben para él o para ella. Autor, actor y también espectador, capaz de mirarse en profundidad, de reflexionar y someter a crítica lo que es y va siendo, lo que hace y cómo lo hace.
Sócrates planteaba que la educación tenía una función de partera: ayudar a los otros, mediante preguntas pertinentes, a que den a luz la verdad, el bien, la belleza, que todos potencialmente llevamos dentro.. De ahí que llamó a su método pedagógico, la mayéutica, es decir, el arte de ayudar a nacer el hombre o la mujer posible. Kant le daba a la educación un sentido muy parecido pues mantenía que la educación debe “desarrollar en cada individuo toda la perfección de que es capaz”. A su vez, María Montessori decía que “educar no es transmitir conocimientos, sino ayudar al descubrimiento del propio ser”; y J. Ruskin expresaba que “educar a un niño no es hacerle aprender algo que no sabía, sino hacer de él alguien que no existía”.
Afortunadamente, hoy estamos entendiendo con creciente claridad que educar, como nos insiste el Papa, no es meramente instruir, adoctrinar, capacitar o imponer. El oficio de educar es un oficio de amor y de esperanza. Educar es el arte de acercarse al estudiante con respeto y con cariño, para que se despliegue en él una vida verdaderamente humana. Educar es, en consecuencia, algo mucho más sublime, importante y difícil que enseñar matemáticas, lengua, inglés, tecnología o geografía. Educar es formar personas, cincelar corazones nobles y generosos, ofrecer los ojos para que los alumnos, todos los alumnos, puedan mirarse en ellos y verse hermosos, valorados y queridos, para que así puedan mirar la realidad sin miedo y mirar a los otros con respeto y con amor. Si no es esto, será a lo sumo, adiestramiento, capacitación, preparación para ejercer un oficio o un trabajo, pero no educación. El educador es el partero del alma, el que ayuda a cada alumno a conocerse y quererse, el que confiere la energía y confianza para que cada persona se atreva a caminar la senda de su propia realización, para que desarrolle la semilla de sí mismo y alcance su felicidad. Educar es contribuir a desarrollar armónicamente todas las dimensiones y potencialidades del ser humano (cualidades físicas, psíquicas, intelectuales, morales y espirituales), para que llegue a ser una persona digna y feliz. De ahí que la educación no puede reducirse a un asunto técnico, pues es un asunto ético y humano. No se trata meramente de formar los profesionales que el mercado requiere, sino los seres humanos que necesita una sociedad justa, libre y profundamente democrática.